Lecciones de literatura, karate y budismo zen en “Marina Maravilla y el fabuloso dojo literario de Katsumoto Hagakure”, un libro sin edad que reflexiona sobre el arte de escribir, con mucho sentido del humor.
Por Rocío Ibarlucía
En la literatura infantil, pocas heroínas cuentan sus propias historias. Esta es la aguda observación que hace Marina Maravilla, la protagonista de la nueva novela de Matías Moscardi, una niña que está indignada porque todo el crédito de las andanzas de personajes como Wendy, Alicia o Matilda se lo llevan los narradores omniscientes, esos “ladrones de guantes blancos” que se adueñan de las “hazañas ajenas”.
También está enojada con los adultos, por considerar que los más pequeños solo son capaces de hacer “poemitas”, “cuentitos”, “migajas”. Decidida a demostrar que las niñas también pueden contar sus aventuras y que los adultos son unos “copiones sin imaginación”, se embarca en un viaje hacia otra dimensión para escribir una novela maravillosa.
Entonces, ¿hay una edad para escribir? En entrevista con LA CAPITAL, Moscardi responde a través de su personaje: “Las palabras no tienen edad”. Como plantea la niña protagonista, sería ridículo pensar que existen libros para ciertas edades y otros para otras. Lo mismo puede pensarse con su “Marina Maravilla y el fabuloso dojo literario de Katsumoto Hagakure”, publicado por AZ Editora.
Doctor en Letras, investigador de Conicet, docente en la UNMdP y autor de poesía, narrativa y ensayos, Moscardi ya había incursionado en el mundo infantil con “¡El gran Deleuze!” (Beatriz Viterbo, 2021), destinado a “pequeñas máquinas infantes”, a quienes les acerca las ideas del pensador francés Gilles Deleuze mediante “un tono juguetón, que me dieron ganas de continuar”. Este tono lúdico fue el disparador de esta novela maravillosa, al que sumó dos ideas más: una niña que quiere escribir y un viaje hacia otra dimensión.
El viaje de Marina empieza mientras apunta ideas en uno de sus ochenta cuadernos con bocetos para su novela. Como el encuentro de Alicia con el conejo que la conduce al País de las Maravillas, la pequeña escritora es sorprendida en su habitación por un caracol con anteojos y barba, comparada por el narrador -siempre con humor- con la de Gandalf, Marx, Freud y Papá Noel, que la invita al Fabuloso Dojo Literario de Katsumoto Hagakure para que aprenda a escribir una novela maravillosa.
Tras una odisea que involucra la navegación a bordo de un barco de malvavisco, el naufragio en un mar seco y la llegada a la Isla del No Sé, Marina finalemente encuentra el dojo literario, que Matías Moscardi describe como “una trasposición de las películas ‘Karate Kid’ y ‘Kung Fu Panda’ al ámbito de un taller de escritura”. Allí, aprenderá de su maestro, Katsumoto Hagakure, cuyas enseñanzas se asemejan más a las técnicas de las artes marciales que a los métodos convencionales de los talleres literarios.
“El dojo se burla de esos tips que intentan enseñar a escribir una novela en diez pasos. Ridiculiza también mandatos como ‘hay que escribir para ser escritora’, imperativos de época que hoy están tan instalados en las redes sociales”, señala Moscardi. En cambio, el autor agrega que sus lecciones son “desdramatizadoras”.
Para ilustrar la metodología de Katsumoto, Moscardi recurre a una escena de ‘Karate Kid 3’, películas de las que confiesa ser fanático: “Daniel está preocupado porque no sabe barrer, una técnica que le permitiría tirar al oponente al piso, y le pregunta a Miyagi. El maestro le responde barriendo con una escoba. Esta escena me parece fascinante porque es una respuesta lacaniana: la acción de barrer es demasiado pragmática y ‘yanqui’ para la sabiduría oriental”.
“Cualquier cosa que hagas que no sea escribir te va a enseñar más sobre la escritura que la escritura misma”.
-Para aprender a escribir, Marina tiene que pasar una serie de pruebas que no tienen que ver estrictamente con el acto de escribir, sino que involucran poner el cuerpo, bailar, nadar en una sopa de letras, atrapar libros voladores. ¿Por qué, qué concepción de escritura se desprende del método de Katsumoto?
-Es el mismo método de Miyagi, que es una enseñanza siempre indirecta. Si vos querés aprender, por ejemplo, a bloquear un golpe, primero tenés que aprender a pintar un auto o una cerca. Nunca la enseñanza es directa porque se supone que el objeto de esa enseñanza no existe, en realidad está en otras cosas y las prácticas se conectan entre sí. Porque sino supondría que yo sé algo, te lo digo y vos ya lo sabés y se terminó. En cambio, lo que hay que saber está siempre por delante. Tampoco se sabe qué es lo que hay que saber y el maestro tampoco lo sabe. ¿Cómo saberlo si nadie lo sabe? Poniéndose a hacer algo, bailá, ponete a mirar un cuadro… Escribir tiene que ver con eso, con poner el cuerpo, con vivir, estar ahí, con ejercer una práctica.
Hay un poeta que se llama (Wystan Hugh) Auden que imaginó una universidad de poetas y dice que para él la materia obligatoria tendría que ser jardinería. ¿Por qué? Porque tiene que ver con podar algo, con cuidarlo, con trabajar el lenguaje como se cuida un jardín. Sergio Raimondi tiene un poema que se llama “Para hacer una torta sin leche” y es una receta para hacer una torta sin leche pero lo podés leer como una receta para escribir un poema. En cualquier práctica habita el destello de la otra. Incluso me atrevería a decir que cualquier cosa que hagas que no sea escribir te va a enseñar más sobre la escritura que la escritura misma.
-Y que los consejos para escribir.
-Ni hablar que el libro está en contra de los consejos de escritura.
“Diario de limpieza” es uno de los últimos libros de Matías Moscardi, publicado por Bosque Energético en 2023.
Contra la literatura infantil
La novela, por otro lado, invita a reflexionar sobre los modos en que los niños pueden relacionarse con la literatura. Marina desafía las categorías tradicionales del mercado editorial, porque, como Matilda de Roald Dahl, lee de todo, incluso libros catalogados “para adultos” como Tolstoi, Dostoievski, Proust, Joyce o Carson McCullers, su modelo a seguir por ser la escritora más joven en publicar una novela de todas las que conoce. “Las edades que figuran en las tapas de los libros, ¡son inventos para tranquilizar a los adultos!”, protesta Marina.
Y no se preocupa por entender todo de esos libros, sino por subrayar frases que después pueden ser material para su escritura. “Ella dice que cuanto menos entiende, mejor, más disfruta de la lectura, que es el movimiento contrario al mandato adulto”, analiza Moscardi.
-A diferencia de los adultos, Marina se vincula con la literatura desde el juego y no tanto desde la racionalidad. ¿Cómo puede pensarse la relación de la infancia con el lenguaje?
-Hay un ensayo muy breve de César Aira que se llama “Contra la literatura infantil”. Dice que detesta la literatura infantil porque anula la posibilidad de crear un lector, porque el mercado segmenta por edad en la tapa del libro, este es de siete a ocho años, este para varones, este es para nenas y ya destina a los consumidores a ese objeto de consumo. Si la literatura tiene un poder, es el poder de crear un lector y el lector en realidad no podría pensarse bajo una franja etaria biologizada, cronologizada de tal año a tal año. Esa idea me parece genial, porque de hecho sucede, podés leerle un poema de José Watanabe a un niño de cuatro años y le encanta a pesar de ser un poema para adultos en teoría.
¿Cómo funciona entonces? Depende de un montón de factores. Por ejemplo, una vez nos habíamos ido a acampar, yo estaba leyendo “Moby Dick” y mi hijo me pidió que le leyera. En ese momento le leí en voz alta un fragmento en el que el narrador estaba describiendo el esqueleto de una ballena y él se quedó alucinado, preguntó qué era un esqueleto, esto cuando tenía tres años, y se armó una conversación increíble sobre huesos que surgió de un pasaje que no estaría destinado a él y, sin embargo, lo conmocionó, le despertó curiosidad. Ahí está, si vos le leés algo con pasión y con entusiasmo, como un juego y no para que entienda, funciona. Y el juego no tiene más objetivo que jugarse, entonces puede pasar cualquier cosa, puede ser aburrido y lo abandonás, puede ser superdivertido y terminás haciendo otro juego, vas rebotando como la pelotita del pinball y te va llevando.
-¿Y le leíste a tu hijo “Marina Maravilla”?
-Sí, con mi hijo funcionó muy bien, entiende algo, va agarrando palabras, le queda resonando una imagen, pero se acuerda de todas las escenas. También me escribió la hija de un amigo, que tiene 9 años, para decirme que estaba muy contenta y me escribieron adultos, docentes de literatura que la van a dar en el colegio. “Marina Maravilla” es una novela que, para mí, no tiene edad. El texto tiene que ir creando a sus lectores por sí mismo.
Uno de los rasgos más innovadores de “¡El gran Deleuze!” había sido acercar la filosofía a la infancia a través de una “escritura niña”, una forma de escribir que recupera el asombro, el juego y la lengua propia de esta etapa de la vida. En “Marina Maravilla”, vuelve a explorar ese tono lúdico en el que Moscardi reconoce sentirse cómodo.
“Para mí, escribir en esta clave o tono es un poco devenir niño, porque estoy jugando con las palabras”, explica. Además, señala que el trabajo con este tono viene también de sus experiencias como padre: “La paternidad es una experiencia infantil, porque al estar en contacto con ese mundo, uno termina entrando en él y siendo niño”.
Consultado sobre cuánto de la infancia hay en el ejercicio de escribir, Moscardi responde: “Me parece que tiene que ver con jugar con el lenguaje, pero no en el sentido abstracto, sino en el sentido más concreto. Cuando un niño juega, transforma un objeto en otra cosa, por ejemplo, convierte una lata en una nave espacial. Con la escritura pasa lo mismo: la palabra lata la transformás en un barco, un telescopio, un cohete con propulsor. Los niños arman y desarman estructuras mientras juegan. Yo hice lo mismo con las palabras”.
“Karate significa manos vacías, nada más y nada menos, y la literatura también es una forma del vacío”.
A lo largo de la novela, Katsumoto Hagakure va desplegando varias definiciones sobre el oficio de la escritura, que oscilan entre lo disparatado y lo reflexivo. Moscardi recuerda una de estas (anti)lecciones literarias del maestro zen: “La clave para escribir una novela maravillosa es ponerse a pelar papas”. Sus consejos, dice el autor, “tienen la cáscara de la verdad, pero dentro está el fruto del vacío; la cáscara sería el tono de sentencia que siempre usa, pero adentro no hay nada”.
Porque, para aprender a escribir, el maestro enseña a Marina que lo importante, en definitiva, es seguir practicando, incluso otros oficios además del de escribir. Y la invita a buscar, “a asumir la búsqueda como tal -explica Moscardi-, sin la pretensión de encontrar algo”. Escribir es un proceso de exploración sin meta. Interesante para pensar en un mundo tan mercantilista y utilitario.
“Siempre me acuerdo de algo que decía Juan Gelman, que la poesía es hostil al capitalismo, la poesía más que al literatura, quizás ahí hay algo a discutir. En este caso, es un libro muy poético, que trabaja con la palabra poética, en el sentido de un tipo de palabra que juguetea todo el tiempo, que socava el sentido, que intenta vaciar y nunca caer en una verdad”, concluye Moscardi.
Por eso, el autor encuentra semejanzas entre la literatura y el karate, tal como pone en práctica Katsumoto Hagakure. “Karate significa manos vacías, nada más y nada menos, y la literatura también es una forma del vacío, el lenguaje lo es, pero un vacío no en el sentido negativo, sino desde la total plenitud”.
Nuevas aventuras
Las aventuras literarias de Marina Maravilla continuarán con una segunda parte que saldrá en 2025. Pero antes Moscardi anticipa a LA CAPITAL que este 1 de octubre lanzará un libro en conjunto con Andrés Gallina. Se trata de “Museo del beso”, un recorrido por la historia del beso en el arte, la literatura, el cine y la cultura popular, desde la antigüedad a la era digital. Otro ensayo que promete de la dupla que ya ha escrito a cuatro manos “Diccionario de separación. De amor a zombie” (Eterna Cadencia, 2016) y “Guía maravillosa de la Costa Atlántica” (Sudamericana, 2022), en los que no ha faltado la poesía, el espíritu del juego y el sentido del humor.